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Los talleres de Pedro Castro Mosalvo (instpecam) de Cartagena, industrializaron el canto de Diomedes


Por William Rosado


En el año 1973 en la tropa de los primíparos que entraban a realizar el primero de bachillerato en la antigua Escuela Industrial, Pedro Castro Mosalvo, Instpecam, se matriculó un muchacho que por su timidez, pasaba prácticamente desapercibido, su nombre era Diomedes Díaz Maestre.


Venía de un pueblo, y como tal, le tocó soportar lo que ahora llaman matoneo por parte de los compañeros citadinos que, se creían más civilizados y se burlaban del comportamiento sumiso de los pueblerinos.


Con el transcurrir de la mañana, después de asistir cada uno a sus cursos, horas más tarde, se escuchaba el campanazo del recreo, espacio en el que corrían los muchachos orondos en busca del hielo, tal como el Coronel Aureliano Buendía, el de Cien Años de Soledad, para saborear un cholado refrescante como merienda.


Ahí, en ese encuentro obligatorio con Orlando, el vendedor del ‘raspao’, llegaba el desgarbado adolescente, Diomedes Díaz Maestre, nacido en Carrizal, finca ubicada entre La Junta y Curazao en La Guajira, siempre andaba con su inseparable mochila de fique de varios colores, dentro de la cual un cuaderno le hacía compañía a su guacharaca, instrumento que casi nunca dejaba.


En ese trance y en repetidas ocasiones fue haciendo amigos que lograban arrancarle una que otra palabra, dentro de los cuales, había un habilidoso ‘pelao’ que ya estaba inmerso en el mundo de la música vallenata, era Jorge Quiroz, quien hacía conjunto con un habilidoso joven, considerado una revelación del acordeón: Luciano Poveda, con ellos hizo química el callado Diomedes Díaz, con quienes comenzó a entonar canciones y a sonar su guacharaca.


Rápidamente, fue sacudiendo esa timidez y fue develando la fuerza de su carisma y el cargamento de canciones, las que comenzó a soltar con una facilidad inversamente proporcional a la conjugación del verbo ‘to be’ que tanta lidia le daba en las clases de inglés. A los pocos meses ya estaba en los actos cívicos, no solo cantando, sino raspando el instrumento que con tanto celo guardaba en su mochila.


Antes de concluir el primer año de bachillerato ya Jorge Quiroz le había grabado un sencillo de dos temas: ‘La Negra’ y ‘El Cantor Campesino’, era de inapelable rigurosidad que, en los parlantes o bocinas de la institución ubicada donde hoy funciona la Escuela de Bellas Artes en Valledupar, los quince minutos de recreo eran para promocionar las dos canciones de Díaz Maestre.


Allí en ese escenario educativo, comenzó el motor propulsor de un diamante que se comenzó a pulir en los salones y talleres de esa institución, en jornadas que matizaba con los encuentros cívicos y culturales que en sana competencia se daban entre los estudiantes de los colegios: Loperena y el Pedro Castro Monsalvo; en esos avatares conoció a Rafael Orozco, otro embrión que se gestaba en el vientre folclórico del vallenato, y quien más tarde lo bautizaría con el apelativo que lo acompañó hasta la muerte: “El Cacique de La Junta”.


En esas mismas aulas del Instpecam conoció a unos compañeros que después hicieron parte de su conjunto profesional, se trató de: Tito Castilla, su cajero; y Rangel ‘Maño’ Torres, ambos, años más tardes sufrieron el fatídico accidente aéreo en Venezuela, donde murió Maño y también fallecieron el técnico de acordeones Eudes Granados y Juancho Rois que hacían grupo con Diomedes.


El Cacique se cambió al año siguiente del Instpecam para el Loperena, pero no olvidó a los amigos que cultivó en las aulas de ‘La Industrial’ como se conocía el colegio ‘Pedro Castro Monsalo’, tanto así, que el primer baile que hizo en la unión con ‘Colacho’ Mendoza, lo tocó en ese plantel.


Tal vez, las especializaciones de los talleres por donde pasó esta estrella del canto vallenato, fueron determinantes en su ascenso musical. Figurativamente se podría decir qué: en el taller de Motores, encendió las hélices de su despegue; en Ebanistería, talló la madera artística para cantar; en Mecánica, torneó con el buril, la fama que lo catapultó por el mundo; en el taller de Dibujo, trazó las perspectivas de los planos de su carisma, y en Fundición, acrisoló la aleación entre el artista y la persona que triunfó en todos los escenarios.




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